Corremos demasiado rápido por esta volátil, efímera y fugaz
vida. Tan deprisa que nos perdemos los secretos de ella, su misterio y, en
ocasiones, su melancolía. Nos hundimos en relojes, calendarios y horarios de
oficina. Nos hundimos en rutina, en el pasar mimético de los días. Las mismas
horas, los mismos minutos. Una cárcel en la que, por suerte para unos y por
desgracia para otros, estamos cumpliendo
condena…
Crecemos, encarcelados en lo abstracto del tiempo, luchando
diariamente contra el despertador, contra las prisas y contra los “llego tarde”.
Sería más bonito vivir en silencio, en paz y sin correr. Sin tener que pensar
que estás perdiendo el tiempo. Jugando con tu calendario al parchís y con tus
prisas al dominó, ideando tranquilamente el movimiento definitivo. Sin la pena
del final de verano y el inicio del
frío. Sin la tensión de cada domingo, esa que se resume en lunes… Lo bonito de
lo utópico. Demasiada felicidad. Como si paseáramos un día de vacaciones por la
playa a las siete de la mañana, sabiendo que no existen compromisos, quehaceres
o alguien que te espere. Esa sensación de plenitud, ese sabor de independencia
espiritual. El conocimiento de un alma errante que vaga por el mundo sin
incomodidades, sin tiempo que le ordene, sin condena.
El tiempo… Lucha, miedo, prisas, odio, estrés, pena.
Dictador del universo, ruin descuartizador de la felicidad. Siempre enemigo del hombre y
de la comodidad. Horrible fin el tuyo. Somos esclavos de tu realidad. Solo
dejamos de pensarte cuando prefieres comprar nuestros sueños… Hasta que suenas
por la mañana. Comienza otro día más. Otra vez tú y tus idiosincrasias.
Ársepa
Así lo siento yo. El tiempo...
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